13 de mayo de 2011

Turner, Hokusai y el Horror real

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El mundo en general y la vida en particular son poblados generalmente de desgracia. Entre tantos hechos que la ocupan la existencia se vuelve transcurrir entre muchas manchas ilógicas de sufrimiento y cosas que habrá que sobrellevar. Pero en constante contrapunto con esta realidad concreta y contundente, se hace necesario volverse un ser que se defiende, desconfía, cuestiona, acecha a los que lo acechan, un ser que escapa y recopila. Y mientras más y más se instale un mapa dentro de estas suposiciones, es más probable seguir adelante sin ser despojado de lo poco que se tiene, donde a veces el peor enemigo es uno mismo. Ese contrapunto debe ser llevado a cabo con gran rigidez. Su recompensa puede ser la paz o al menos la seguridad interna, que siempre es bombardeada desde un afuera consciente de su rigidez o un adentro inconsciente a veces imparable. Y una vez más, uno puede ser el que se deja bombardear.
Lo que consta, sin embargo, y es tan cierto como lo anterior, es que al fin y al cabo con todo su paradójico y transparente funcionamiento el mundo es complejamente fascinante, quizás admirable y -lo cual está a nuestro favor- desconcertante; y como en algún momento dijo Sherlock Holmes, una de las pocas veces que se animó a decir algo sobre el mundo, “la realidad siempre supera a la ficción”.

 I-Turner y Hokusai
Poco contacto tengo con el mundo japonés. Sirve de guía una mínima suposición de su lengua, estilo pictórico, etc. Pero aún así en estos agitados tiempos todo se vuelve confusamente familiar, tan cercano como un desánimo. Empecemos con algo bien distante, entonces, para entrar en calor.
Joseph Mallord William Turner (1775-1851) dedicó su vida artística a desmentir las ideas tradicionales de la destrucción. Plasmó sin suturas las imágenes más deslumbrantes, casi icónico-documentales de las fuerzas incontrolables conocidas: el mar, el fuego, la tormenta. Podría decirse que destruyó las ideas modernas de lo terrible y las repasó con su espátula, serpenteando y haciendo casi reales los terrores humanos en sus telas. En su pintar se desdibuja lo icónico -esa idea de la imagen conocida por similitud con lo real- y se lo convierte en un gran retrato expresivo de lo inexpresivo –pues las olas carecen de expresión- en su esplendor. Lo mudo de una pintura se convierte así en un culto al desastre, pagano y no ilusorio, que por su potencialidad destructiva logra desdibujar la idea corriente de terror humano y la representa a la vez, potenciada e inasequible. La deliberada y bella confusión “desfigurativa” confirma la existencia de lo “casi no-distinguible”: en esta forma indefinible y terrorífica se adivina la ola, que está efectivamente a punto de tragarnos. Pero no es una ola tal como la conocemos o imaginamos, es mucho peor por su representación brutal, mezcla de lo irreal y lo terrible.
 "Snowstorm"
 "Calais Pier"
 "The morning after the deluge"

 "Shipwreck"
"Incident at the London Parliament"

Y nos engulle como espectadores, pues para la ola o el fuego no hay cuadro, equilibrio ni perspectiva. La historia del arte ya barrió con todo eso y ella se ocupa de destruirla una vez más, hay realidad indeclinable y avanza muda sobre los mortales. Pareciera realmente el retrato de un desastre desde una posición incómoda. El equilibrio ha muerto a mano de esa espátula, que detrás de la ola es la que realmente nos engulle. La mano del maestro Turner
Hokusai (1760-1849) trabaja esencialmente con la falta de centralidad. Su lejanía de la cultura occidental lo deja fuera del debate sobre lo figurativo, lo abstracto, lo expresivo, todas esas giladas que inventó la cultura europea. El desequilibrio de su obra transmite inexplicable dinamismo y su ”figurativismo” despojado le da un extraño toque de testimonio, si de alguna manera hubiera de llamarlo; nunca podría hablarse de estilización en sus obras, que no dejan ver en absoluto embellecimiento o esquematismo, los dos extremos de la estilización. Todo lo contrario, los trazos de su pluma demuestran una urgencia inusitada, una ansiedad de expresar, sus delicadas líneas construyen naturalidad en movimiento. Hokusai transmite inmediatez, dictados apremiantes de un dios furioso.
 "Ocean Waves"
 "Tama River in Takushi Ken"
 "Woman & Octopus"
"Waves"

Podrían llamarse retratos de la cotidianeidad, mostrando una lucha o degeneración nítida entre el ser humano y lo natural, ambos “personajes” (a diferencia de Turner, que desdibuja tanto la idea de lo personajístico como la idea de hombre), ambos presentes, ambos opuestos; la lucha entre la figura y la figura los dota a los dos de “responsabilidad representativa” (algo así como que deben asumir su rol luchador de cada bando), aun cuando claramente lo natural siempre ocupa más área del cuadro. Es de este modo que la realidad está representada en dos bandos, dos roles, dos apreciaciones, en una sola e irresoluble lucha.
Esta lucha, para Japón todo, tomó su punto cúlmine el 11 de marzo.

II – Youtube y la fotografía periodística
a)
Escenas del desastre. Por doquier y en cantidades, en infinitas variantes. Pero escenas del desastre al fin. De un solo, calamitoso desastre. El desastre del perder, del tener que irse o del desaparecer, tan universal pero nunca tan potente. En una pantalla, en cientos de bocas. Haití hace no mucho sufrió lo mismo, quizá más y más obscenamente, empapelado y retratado con imágenes-testimonio tremendamente obscenas; aquí, en Japón, hay imágenes-desastre.


Muy lejos de los pintores antes descriptos, de las imágenes y sensaciones que los inspiraron, la escenificación del desastre estuvo a cargo de YouTube. Tras el macabro telón de la banda ancha las cadenas internacionales intentaron generar “antipostales” (postales negativas, paisajes hermosos que ya no lo son, ponele) de lo que alguna vez fue un puerto, una tierra, exponiendo el agua marrón transportando fuego, autos y muerte en un adagio sin compases. El agua ocupando la pantalla mientras un pequeño ser se va caminando por la esquina superior derecha por una ex autopista, matarife, sedienta, el agua del fin hundiendo todo, creciendo y ocupando valles y ríos, ríos y aeropuertos, aeropuertos y calles. La inexorable agua, luego del inexorable temblor.
El panorama, las manchas reconocibles (el puerto, las personas, los autos), la ínfima sensación de dolor que uno siente y se elimina rápido al poner pausa. Ese menjunje, mezcla de imágenes y sentimientos, que amontona cada video, es el horror. Esta mezcla difusa se convierte en comentario, en estética, en ilusión pasajera, en vida cotidiana. Y es una ínfima noción del Horror que realmente existe, que empapa las pinturas oleosas de Turner, que intenta explicar con tinta Hokusai. Ese Horror se vive en Japón sin cámaras de por medio y a metros de distancia, pero que el video neutraliza con el reconocimiento con alivio de la lejanía de lo contemplado, en lo sublime dinámico visto por vez primera como algo real pero espectacular.




b)
Hay otro tipo de videos en circulación: Las cámaras en primera persona. Ahí se plasma otro tipo de Horror: la confirmación de la existencia de que alguien realmente vive el sismo. La confirmación del “apocalipsis” que en TN suena demasiado lejano se hace real aquí, en estos videos caseros. Sin la saliva periodística, no es lo mismo.
La “cinematografía testimonial” es en serio, cuesta convencerse de la probable muerte del camarógrafo, que sin embargo no duele tanto a pesar del valor de su inútil gesto documental. Por fin, con estas imágenes, se puede pensar topográfica y sensiblemente ese desastre, el perder la casa y el perro, la vida en medio de un borroso ruido y mucho polvo. El pixelado video de una casa nos devuelve eso: la cercanía. Solo entendiendo que HABIA REALMENTE GENTE muriendo en las casas, con familia, mesas y cama uno puede entender lo terrible que es un terremoto. Es curioso que solo una codificación cultural se concrete efectivamente el sentir Horror, que desde el helicóptero parece tan espectacular e imposible. Y más curioso aún que cuando la manifestación del Horror se vea en primera persona nos deje ver cómo está pensando el otro en ese momento. Se hace necesaria la codificación de lugar para des-estetizar la imagen y la idea del horror, sacarle el marco y el pochoclo, darse cuenta de que no es joda, de que realmente hay gente perdiendo la casa, el pueblo, la familia. Lo real de lo real se percibe con lo social de lo real.



III- El desastre de los otros
Y lejos de este reconocimiento de lo terrible por lo cercano (el hogar o el aeropuerto destruyéndose) tenemos las fotografías de los marines con sus armas al lado de las niñas haitianas en humildes ropas, los agonizantes en hospitales, los accidentados pescadores chilenos y sus chozas. Donde en un lado había comprensión por el dolor de una “cultura milenaria y respetable” hay en otro un “qué feo lo que pasó en Haití!”. La escatología se cobra una populosa víctima mostrando una población vulnerable, que a priori se reconoce como pobre, subdesarrollada, negra. ¡Pareciera que el Horror fuera más liviano en otros países!
Ya acá, en este tercer mundo, no hay reconocimiento de lo real sino espectáculo, imagen pura, ya repetida y acostumbrada, de UNO MÁS de los “desastres de esta pobre gente”, un accidente más que les ocurre. Ya ni se sabe donde es el terremoto o el desastre, se sabe que es en algún lugar lejano y pobre.


Esta discriminación inconsciente de valorizar como increíble desgracia el terremoto japonés y horrible pero casi esperable el terremoto haitiano tiene varias caras. Por un lado Haití es un país no real: nadie sabe bien dónde queda, cómo es su bandera, qué idioma se habla en él; no tiene relevancia “cultural”. Es un país que no se significa a sí mismo, es una alegoría de la pobreza, es un caso particular más de lo mal que la pasan “los negros”, como algo icónico. Lo mismo ocurre con los países africanos, que parecieran ser todos iguales, sin idioma ni particularidades étnicas o políticas; son todos países con negros”, concepto que oculta y fetichiza la historia particular de cada uno de esos países y esas etnias. Se oculta así la tremenda desigualdad que se forma en cada región, la atrocidad de los comandos “revolucionarios”, el tráfico de personas, joyas y animales hecho a costa de una población que crece constantemente. Y se oculta también la artificialidad de las fronteras africanas, trazadas por los europeos en su afán de dividirse el territorio para exprimirlo, trazado que produjo y produce (y si no produce, facilita) los problemas y guerras étnicas y revolucionarias de hoy en día.
Pero no, son pobres, son países pobres, del subdesarrollo, lejanos, sin ganas de trabajar, salvajes, un saqueo más, una catástrofe más, un golpe de estado más, ¡qué les molesta!
Pasan a ser países no reales con esta concepción, países sin historia, sin bandera, sin personajes históricos, sin gente, llenos de tragedias usuales donde la muerte es tan común que se puede mostrar tranquilamente en cámara, como si la gente no tuviera (como en todo el mundo) amor por su país, su ciudad, sus familiares, como si nunca existiera la democracia o nunca funcionara nada normalmente. La Cámara del Prejuicio (no la que va a Japón), la del tercer mundo, desconoce la ética y la humanidad en los que retrata. Japón sufre una tragedia: sus fotos son solemnes y limpias, sin muerte pero con drama.
El colmo de todo esto ocurre con la muerte en primera persona, que se ve, una vez más, en YouTube. Las represiones de Baherin, Túnez y Libia en vivo y en directo, en forma de denuncia: Hombres armados disparando sobre manifestantes desarmados, filmados otra vez en primera persona con cámaras caseras que se sacuden con el vaivén seco de las balas y los gritos. Es el testimonio visceral de la muerte en el tercer mundo. Lo alegórico de las fotos en tercera persona de Haití se convierte en icónico en estos films: los personajes se significan a sí mismos, se autorrepresentan, mueren realmente para demostrar su veracidad y se sacrifican por la comunicación de su situación.
Una vez más: “¿Qué son esas banderas? ¿De dónde son? ¿Por qué cortan la calle estos árabes?”. Las preguntas prejuiciosas y de desinterés casi despectivo se acaban y se pinchan con los primeros balazos. La muerte es real, tan real como las balas, como las olas, como el cólera que diezma Haití. La muerte es real en Bahrein, en Japón y en cualquier parte del mundo.

Bahrein
Libia